La profundidad del oscuro abismo del corazón humano es difícil de medir. Frente a la cruda realidad del mal y del odio, la enseñanza de Jesús nos confronta como un último desafío: “Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen… Sed, pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto”.
En nuestro país, estamos enredados en temas candentes como el aborto, la incesante violencia armada, los sentimientos antiinmigrantes, la injusticia sistémica y los crímenes de odio contra los negros, la difamación y la polarización entre los opositores políticos, etc.
El mundo está lleno de historias cargadas y recuerdos incómodos entre naciones y pueblos. El patrón de comportamiento más común y repetido es la represalia y la violencia. El contagio mimético de la venganza es algo que se aprende y se repite en la historia humana, afirma el filósofo francés René Girard. Pero Jesús puso fin a este tipo de conducta aprendida y hábito de pensar. ¡No más venganza, no más chivos expiatorios! “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Más allá de las caricaturas estereotipadas y la categorización de supuestos enemigos, ¿vemos los rostros de nuestros hermanos y hermanas de la única familia de Dios nuestro Padre? San Pablo razona a partir de nuestra constitución ontológica: “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Así que nadie se gloríe de los seres humanos, porque todo os pertenece… todo os pertenece, y vosotros a Cristo, y Cristo a Dios”. Esta es verdaderamente una comprensión revolucionaria de la nueva humanidad. ¿A quién vemos unos en otros, especialmente en esos enemigos percibidos?
Mientras nos reunimos en la iglesia para la celebración de la Eucaristía, estamos invitados a vernos a través de los ojos de Cristo más allá de nuestros hábitos de pensamiento, conductas aprendidas, capullos cómodos y cargas de recuerdos. Jesús trasciende nuestro sentido de la justicia y la equidad. Jesús no solo rompe el ciclo de venganza y violencia, sino que nos exige que amemos a nuestros enemigos. Jesús nos desafía a ir más allá de nuestro interés propio y narcisismo y a cuidarnos unos a otros. A través del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, asumimos una identidad radicalmente nueva. Somos templo del Espíritu Santo, Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios. Pertenecemos a Cristo y los unos a los otros. ¿Cómo vamos a hacer que esto suceda? Necesitamos seguir recordándonos quiénes somos y relacionarnos unos con otros en consecuencia. ¡Que el Espíritu Santo continúe guiándonos, uniéndonos y enseñándonos a amarnos los unos a los otros!
P. Paul D. Lee